miércoles, 9 de agosto de 2017

Robin Hood Capitulo dos



CAPÍTULO DOS

DOS NOBLES FAMILIAS SAJONAS

En un majestuoso castillo cercano a la bulliciosa ciudad de Nottingham vivía Edward Fitzwalter, conde de Sherwood, y su esposa Alicia de Nhoridon.
Los dos eran sajones. El matrimonio mantenía escasas rela­ciones sociales y permanecía alejado de las intrigas de la época.
El conde de Sherwood no había participado en ninguna sublevación contra los normandos y éstos, aun de mala gana, se habían visto obligados a respetar al conde y sus posesiones. Aunque no fue atacado nunca frontalmente, Edward Fitzwalter tampoco era mirado con buenos ojos por la nobleza norman­da, en la que existía cierto recelo.
Dentro de los planes apaciguadores que llevaba acariciando durante largo tiempo el rey Enrique de Plantagenet, entraba pre­cisamente ganarse la confianza del noble sajón Edward Fitzwalter
‑Hablaré con Edward Fitzwalter ‑comunicó el rey Enrique a uno de sus más estrechos colaboradores‑‑‑. Si consigo la adhesión del conde, tal vez otros nobles sajones lo secunden y poco a poco logremos el respaldo de todos. ¿Qué pensáis?
‑Es una buena idea, señor ‑contestó el barón normando a su rey‑‑‑. El conde de Sherwood goza de gran respeto entre la nobleza sajona. Respeto sin duda merecido, ya que es todo un caballero. La mayoría de los normandos comparten también esta opinión.
El rey Enrique de Plantagenet deseaba con sinceridad que finalizaran los enfrentamientos entre sajones y normandos, y centró sus esfuerzos en conseguirlo.
Así, pocos días después de esta conversación, fue a reunirse con el conde de Sherwood. Le tendió su mano y de sus labios salieron algunas promesas impensables en años anteriores.
‑Señor, os agradezco la confianza que habéis depositado en mí ‑contestó el conde,
‑Entonces, conde de Sherwood, ¿puedo contar de verdad con vos ? ‑preguntó el rey con impaciencia,
‑Majestad, no dudo de que os guían buenos deseos y de que sois sensible al sufrimiento del pueblo sajón ‑comenzó a decir el conde‑. Pero vuestras promesas no son suficientes para paliar los daños que vuestro pueblo ha causado al mío...
‑Pero es necesario que todos hagamos el esfuerzo de salvar nuestras diferencias, conde de Sherwood. La batalla de Has­tings pertenece ya al pasado.
‑Es cierto, señor Pero es pronto aún para confiar en vos. Es posible que sean nuestros hijos los que vivan la reconciliación entre nuestros pueblos, los que puedan vivir en paz.
‑¿Tenéis hijos, conde? ‑preguntó el rey asintiendo.
‑Espero uno, majestad.
‑Conde de Sherwood, os prometo que haré cuanto pueda por acabar con los problemas del pueblo sajón, que intentaré borrar los errores de mis antepasados y que me esforzaré por apaciguar esta tierra.
‑Por mi parte, majestad ‑contestó el conde‑, os aseguro que no participaré en ningún levantamiento contra vos. Actua­ré como he venido haciéndolo hasta ahora. Pero tampoco conseguiréis mi adhesión hasta que no exista una completa igualdad entre sajones y normandos.
El rey Enrique y el conde de Sherwood estrecharon sus manos y se despidieron amistosamente.
No mucho tiempo después, Edward Fitzwalter tuvo ocasión de comprobar que los buenos propósitos del rey Enrique que­daban olvidados ante una nueva revuelta sajona.
La sublevación fue castigada con terrible dureza. Sajones y normandos seguían siendo enemigos irreconciliables.

En esta triste situación vino al mundo el heredero del conde de Sherwood.
La alegría reinaba en todos los rincones del castillo del conde. Amigos y vecinos acudieron a conocer al pequeño recién nacido.
Un precioso niño había venido al mundo para felicidad de Alicia de Nhoridon y Edward Fitzwalter, sus padres.
‑Se llamará Robert ‑dijo el conde a todos los presentes sin disimular su alegría‑. Será un valeroso sajón y confío en que le toque vivir tiempos mejores.
‑¡Ojalá pueda ser más feliz que nosotros! ‑dijo levantando su copa uno de los allí reunidos.
Y todos brindaron porque así fuera.
El conde de Sherwood era íntimo amigo del también noble sajón Richard At Lea, conde de Sulrey. Y éste y su esposa tuvieron, no mucho tiempo después, una preciosa niña, a la que pusieron por nombre Mariana.
Los dos nobles sajones se reunían con frecuencia y mantenían interminables conversaciones sobre la compleja situación del reino.
‑Las sublevaciones no cesan, querido amigo ‑dijo Richard At Lea‑. Pero el poder normando permanece inalterable a lo largo de los años.
‑Sí, Richard, nuestro pueblo está extenuado por las luchas y por las humillaciones de los barones normandos. Los reyes intentan apaciguar esta tierra, pero fracasan. No son capaces de contrarrestar el poder de sus nobles.
‑Y mientras tanto, ¿por qué luchamos ya los sajones, des­pués de tanto tiempo? Todo parece ser una locura colectiva que no tiene fin. . .
‑Ojalá Inglaterra tenga pronto un rey poderoso y justo que haga posible la igualdad entre sajones y normandos ‑contestó con tristeza Edward Fitzwalter
Pero los dos nobles sajones también aprovechaban su com­pañía para sonar, al calor de la chimenea de uno a otro castillo. El sueño que compartían era que Robert y Mariana, Ilegado el momento, se unieran en matrimonio.
‑Nuestra amistad, conde de Sulrey, quedaría coronada por la unión de nuestros hijos.
‑Nada me agradaría más, Edward, que emparentar con vos. Y estoy seguro además de que mi hija sería muy feliz con Robert.
Pasaron unos años y murió el rey Enrique de Plantagenet.
Pocos meses antes, el conde de Sherwood había perdido a su querida esposa Alicia. La única satisfacción de Edward Fitz­walter era tener cerca a su hijo Robin, como le llamaban todos cariñosamente, convertido ya en un apuesto joven.
‑¿Qué pasará ahora, padre, que el rey ha muerto? ‑pregun­tó Robin ante la reciente noticia.
‑Subirá al trono su hijo Ricardo, Robin.
‑¿Será un buen rey? ¿Lo conoces? ‑preguntaba con avidez Robin.
‑Lo conozco poco, hijo. Pero deseo que consiga hacer de Inglaterra un gran reino en el que se viva en paz.

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