CAPÍTULO DOS
DOS NOBLES FAMILIAS SAJONAS
En
un majestuoso castillo cercano a la bulliciosa ciudad de Nottingham vivía
Edward Fitzwalter, conde de Sherwood, y su esposa Alicia de Nhoridon.
Los
dos eran sajones. El matrimonio mantenía escasas relaciones sociales y
permanecía alejado de las intrigas de la época.
El
conde de Sherwood no había participado en ninguna sublevación contra los
normandos y éstos, aun de mala gana, se habían visto obligados a respetar al
conde y sus posesiones. Aunque no fue atacado nunca frontalmente, Edward
Fitzwalter tampoco era mirado con buenos ojos por la nobleza normanda, en la
que existía cierto recelo.
Dentro
de los planes apaciguadores que llevaba acariciando durante largo tiempo el rey
Enrique de Plantagenet, entraba precisamente ganarse la confianza del noble
sajón Edward Fitzwalter
‑Hablaré
con Edward Fitzwalter ‑comunicó el rey Enrique a uno de sus más estrechos
colaboradores‑‑‑. Si consigo la adhesión del conde, tal vez otros nobles
sajones lo secunden y poco a poco logremos el respaldo de todos. ¿Qué pensáis?
‑Es
una buena idea, señor ‑contestó el barón normando a su rey‑‑‑. El conde de
Sherwood goza de gran respeto entre la nobleza sajona. Respeto sin duda
merecido, ya que es todo un caballero. La mayoría de los normandos comparten
también esta opinión.
El
rey Enrique de Plantagenet deseaba con sinceridad que finalizaran los
enfrentamientos entre sajones y normandos, y centró sus esfuerzos en
conseguirlo.
Así,
pocos días después de esta conversación, fue a reunirse con el conde de
Sherwood. Le tendió su mano y de sus labios salieron algunas promesas
impensables en años anteriores.
‑Señor,
os agradezco la confianza que habéis depositado en mí ‑contestó el conde,
‑Entonces,
conde de Sherwood, ¿puedo contar de verdad con vos ? ‑preguntó el rey con
impaciencia,
‑Majestad,
no dudo de que os guían buenos deseos y de que sois sensible al sufrimiento del
pueblo sajón ‑comenzó a decir el conde‑. Pero vuestras promesas no son
suficientes para paliar los daños que vuestro pueblo ha causado al mío...
‑Pero
es necesario que todos hagamos el esfuerzo de salvar nuestras diferencias,
conde de Sherwood. La batalla de Hastings pertenece ya al pasado.
‑Es
cierto, señor Pero es pronto aún para confiar en vos. Es posible que sean
nuestros hijos los que vivan la reconciliación entre nuestros pueblos, los que
puedan vivir en paz.
‑¿Tenéis
hijos, conde? ‑preguntó el rey asintiendo.
‑Espero
uno, majestad.
‑Conde
de Sherwood, os prometo que haré cuanto pueda por acabar con los problemas del
pueblo sajón, que intentaré borrar los errores de mis antepasados y que me
esforzaré por apaciguar esta tierra.
‑Por
mi parte, majestad ‑contestó el conde‑, os aseguro que no participaré en ningún
levantamiento contra vos. Actuaré como he venido haciéndolo hasta ahora. Pero
tampoco conseguiréis mi adhesión hasta que no exista una completa igualdad
entre sajones y normandos.
El
rey Enrique y el conde de Sherwood estrecharon sus manos y se despidieron
amistosamente.
No
mucho tiempo después, Edward Fitzwalter tuvo ocasión de comprobar que los
buenos propósitos del rey Enrique quedaban olvidados ante una nueva revuelta
sajona.
La
sublevación fue castigada con terrible dureza. Sajones y normandos seguían
siendo enemigos irreconciliables.
En
esta triste situación vino al mundo el heredero del conde de Sherwood.
La
alegría reinaba en todos los rincones del castillo del conde. Amigos y vecinos
acudieron a conocer al pequeño recién nacido.
Un
precioso niño había venido al mundo para felicidad de Alicia de Nhoridon y
Edward Fitzwalter, sus padres.
‑Se
llamará Robert ‑dijo el conde a todos los presentes sin disimular su alegría‑.
Será un valeroso sajón y confío en que le toque vivir tiempos mejores.
‑¡Ojalá
pueda ser más feliz que nosotros! ‑dijo levantando su copa uno de los allí
reunidos.
Y
todos brindaron porque así fuera.
El
conde de Sherwood era íntimo amigo del también noble sajón Richard At Lea,
conde de Sulrey. Y éste y su esposa tuvieron, no mucho tiempo después, una
preciosa niña, a la que pusieron por nombre Mariana.
Los
dos nobles sajones se reunían con frecuencia y mantenían interminables
conversaciones sobre la compleja situación del reino.
‑Las
sublevaciones no cesan, querido amigo ‑dijo Richard At Lea‑. Pero el poder
normando permanece inalterable a lo largo de los años.
‑Sí,
Richard, nuestro pueblo está extenuado por las luchas y por las humillaciones
de los barones normandos. Los reyes intentan apaciguar esta tierra, pero
fracasan. No son capaces de contrarrestar el poder de sus nobles.
‑Y
mientras tanto, ¿por qué luchamos ya los sajones, después de tanto tiempo?
Todo parece ser una locura colectiva que no tiene fin. . .
‑Ojalá
Inglaterra tenga pronto un rey poderoso y justo que haga posible la igualdad
entre sajones y normandos ‑contestó con tristeza Edward Fitzwalter
Pero
los dos nobles sajones también aprovechaban su compañía para sonar, al calor
de la chimenea de uno a otro castillo. El sueño que compartían era que Robert y
Mariana, Ilegado el momento, se unieran en matrimonio.
‑Nuestra
amistad, conde de Sulrey, quedaría coronada por la unión de nuestros hijos.
‑Nada
me agradaría más, Edward, que emparentar con vos. Y estoy seguro además de que
mi hija sería muy feliz con Robert.
Pasaron
unos años y murió el rey Enrique de Plantagenet.
Pocos
meses antes, el conde de Sherwood había perdido a su querida esposa Alicia. La
única satisfacción de Edward Fitzwalter era tener cerca a su hijo Robin, como
le llamaban todos cariñosamente, convertido ya en un apuesto joven.
‑¿Qué
pasará ahora, padre, que el rey ha muerto? ‑preguntó Robin ante la reciente
noticia.
‑Subirá
al trono su hijo Ricardo, Robin.
‑¿Será
un buen rey? ¿Lo conoces? ‑preguntaba con avidez Robin.
‑Lo
conozco poco, hijo. Pero deseo que consiga hacer de Inglaterra un gran reino en
el que se viva en paz.
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