CAPÍTULO CUATRO
UN VIAJE FROSTRADO
Llevado
por el deseo de que se hiciera justicia por la muerte de su amigo y tratando
de evitar males peores para Inglaterra, Richard At Lea se dispuso a realizar
los preparativos para su viaje a Tierra Santa.
Había
asuntos importantes que tenía que resolver: conseguir dinero para poder fletar
un barco y pagar a los hombres armados que lo acompañarían, y dejar a alguien
encargado de la custodia de su hija.
At
Lea, después de pensar en quién podría ser la persona más idónea, decidió
acudir a un amigo a quien hacía tiempo que no veía: Hugo de Reinault.
Este
noble caballero sajón debía algunos favores a Richard At Lea. Ahora era muy
rico y, sin duda, estaría dispuesto a ayudarle.
Pero,
a veces, el tiempo hace cambiar a los hombres, y lo que no podía imaginar
Richard At Lea es que Hugo de Reinault fuera en ese momento partidario de Juan
sin Tierra.
El
príncipe Juan comenzaba a contar con un buen número de adeptos, muchos de ellos
sajones. La mayoría de los caballeros reclutados lo había sido a cambio de
dinero contante y sonante, o bien con la promesa de ser fuertemente recompensados
con tierras y privilegios.
Éste
era el caso de los hermanos Robert y Hugo de Reinault, Guy de Gisborne, Arthur
de HiIls y tantos otros. Todos ellos fueron capaces de traicionar a su legítimo
rey, a su pueblo, a sus amigos y compañeros, incluso a sí mismos, exclusivamente
por dinero y poder
A
un hombre de esta calaña, a Hugo de Reinault, fue a quien se dirigió el noble
Richard At Lea en busca de ayuda.
‑¿Qué
os trae por aquí, querido amigo? ¡Cuánto tiempo sin veros! ‑saludó de forma
efusiva Hugo de Reinault al recién Ilegado.
‑Yo
también me alegro de veros, Hugo, aunque hubiera deseado que no fuera en esta
ocasión ‑dijo con tristeza Richard At Lea.
‑Hablad
presto, Richard. ¿Qué sucede?
‑¿Puedo
confiar en vos? Lo que quiero contaros no lo he hablado con nadie ‑dijo tomando
precauciones Richard At Lea.
‑Soy
vuestro amigo, Richard. No he olvidado cuando me ayudasteis y si hay algo que
esté en mi mano, no dudéis en que podéis contar con ello. Además, soy sajón
hasta la médula.
‑Hace
unos días murió el conde de Sherwood a manos de seguidores del príncipe Juan ‑dijo
bajando la voz Richard At Lea.
‑¿Estáis
seguro? ¿Cómo lo habéis descubierto?
‑No
tengo pruebas, Hugo. Pero tengo la más absoluta certeza de ello. Mira lo que
está ocurriendo en Inglaterra.
‑Y
bien, ¿qué podemos hacer, querido amigo?
‑Yo
debo ir a Tierra Santa a poner los hechos en conocimiento del rey. Así lo
decidimos Edward Fitzwalter y yo si a alguno de nosotros le sucedía algo.
‑Entonces,
¿para qué me necesitáis?
‑Preciso
fletar un barco a ir acompañado de un grupo de soldados. En este momento no
tengo el dinero necesario. Para eso he venido a veros, para que me prestéis, si
podéis, ese dinero.
‑Ahora
mismo no dispongo de la cantidad que necesitáis. Tendría que pedirlo yo y
cobraros los intereses correspondientes.
‑No
importa, Hugo. Hagámoslo como decís. No estoy en condiciones de poder elegir ni
de poder esperar.
‑Mañana
tendréis el dinero, Richard. Ahora, tomemos una copa de vino y brindemos por
vuestro viaje.
‑Gracias,
amigo. Necesito aún pediros otro favor, quizá más importante que el anterior.
Como sabéis tengo una hija. Deseo que, durante el tiempo que yo esté fuera,
ella permanezca en un convento y vos seáis su tutor.
‑Os
agradezco la confianza que depositáis en mí, Richard. Seré un verdadero padre
para vuestra hija mientras estéis ausente.
‑Por
supuesto que os dejaré el poder legal correspondiente y os compensaré por las
molestias que todo esto os cause.
Unos
días después, tras firmar todos los documentos, Richard At Lea se hacía a la
mar con el barco y la tripulación proporcionados por Hugo de Reinault.
Nada
más zarpar Richard At Lea, Hugo se dirigió al palacio de Juan sin Tierra. Allí
le esperaba el nutrido grupo de caballeros adeptos al príncipe y el propio
príncipe en persona.
De
Reinault contó a sus amigos lo ocurrido con At Lea.
‑Pero...
¿le habéis dejado partir a Tierra Santa? ‑preguntó con indignación y la voz
temblorosa el príncipe Juan.
‑Tranquilo,
señor. Los hombres que lo acompañan llevan órdenes muy claras. Si no me fallan
los cálculos, a estas horas ya se habrán amotinado contra el conde de Sulrey, y
estarán de vuelta dentro de muy poco en el puerto del que salieron. De ahí, el
conde pasará a la más oscura mazmorra de mi castillo.
‑Sois
muy listo, Hugo ‑afirmaron todos.
‑Pero
hay más, señores. Tengo documentos legales firmados de puño y letra por
Richard At Lea por los que sus bienes pasarán a mis manos y, como tutor de su
hija, también me pertenecerán los de ella. Así, no sólo me he deshecho de un
enemigo de vos, príncipe, sino que además nos repartiremos la apreciable
fortuna de los At Lea.
La
reunión acabó con aplausos dirigidos al astuto Hugo de Reinauf y con un
brindis dedicado al talento y la sagacidad del noble.
Pocos
días después, tal y como había previsto el traidor sajón, Richard At Lea era
llevado ante él.
‑Hugo,
ha sido una terrible experiencia. Los soldados se amotinaron . . .
‑¿Quién
sois? ‑interrumpió bruscamente Hugo de Reinault a Richard, que presentaba un
aspecto lamentable.
‑¿No
me reconocéis, Hugo? Soy Richard At Lea, vuestro amigo:
‑¡Imposible!
Richard At Lea salió hace unos días hacia Tierra Santa. Yo mismo le proporcioné
el barco y la tripulación. Vos debéis de ser un impostor. ¡Guardias,
encerradle!
En
ese mismo momento, Richard At Lea comprendió que había sido víctima de un
engaño; más que eso, de una terrible traición.
A
quien había considerado un amigo no era más que un traidor, un vendido a la
causa de Juan sin Tierra.
Pero
ahora, su triste realidad es que estaba en manos de un hombre sin escrúpulos.
Pero no sólo él, sino también su querida hija y todos sus bienes.
Richard At Lea lloró
amargamente en su celda. Un triste Ilanto derramado por quien se sentía el ser
más infeliz y solo de la Tierra. Nunca unas lágrimas habían sido muestra de un
dolor tan hondo, de una desesperación tan profunda.
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