sábado, 19 de agosto de 2017

Robin Hood. Cápitulo cuatro, un viaje frustrado.



CAPÍTULO CUATRO

UN VIAJE FROSTRADO

Llevado por el deseo de que se hiciera justicia por la muer­te de su amigo y tratando de evitar males peores para Inglaterra, Richard At Lea se dispuso a realizar los preparativos para su viaje a Tierra Santa.
Había asuntos importantes que tenía que resolver: conse­guir dinero para poder fletar un barco y pagar a los hombres armados que lo acompañarían, y dejar a alguien encargado de la custodia de su hija.
At Lea, después de pensar en quién podría ser la persona más idónea, decidió acudir a un amigo a quien hacía tiempo que no veía: Hugo de Reinault.
Este noble caballero sajón debía algunos favores a Richard At Lea. Ahora era muy rico y, sin duda, estaría dispuesto a ayudarle.
Pero, a veces, el tiempo hace cambiar a los hombres, y lo que no podía imaginar Richard At Lea es que Hugo de Reinault fuera en ese momento partidario de Juan sin Tierra.
El príncipe Juan comenzaba a contar con un buen número de adeptos, muchos de ellos sajones. La mayoría de los caballe­ros reclutados lo había sido a cambio de dinero contante y sonante, o bien con la promesa de ser fuertemente recom­pensados con tierras y privilegios.
Éste era el caso de los hermanos Robert y Hugo de Rei­nault, Guy de Gisborne, Arthur de HiIls y tantos otros. Todos ellos fueron capaces de traicionar a su legítimo rey, a su pueblo, a sus amigos y compañeros, incluso a sí mismos, exclusivamen­te por dinero y poder
A un hombre de esta calaña, a Hugo de Reinault, fue a quien se dirigió el noble Richard At Lea en busca de ayuda.
‑¿Qué os trae por aquí, querido amigo? ¡Cuánto tiempo sin veros! ‑saludó de forma efusiva Hugo de Reinault al recién Ilegado.
‑Yo también me alegro de veros, Hugo, aunque hubiera deseado que no fuera en esta ocasión ‑dijo con tristeza Richard At Lea.
‑Hablad presto, Richard. ¿Qué sucede?
‑¿Puedo confiar en vos? Lo que quiero contaros no lo he hablado con nadie ‑dijo tomando precauciones Richard At Lea.
‑Soy vuestro amigo, Richard. No he olvidado cuando me ayudasteis y si hay algo que esté en mi mano, no dudéis en que podéis contar con ello. Además, soy sajón hasta la médula.
‑Hace unos días murió el conde de Sherwood a manos de seguidores del príncipe Juan ‑dijo bajando la voz Richard At Lea.
‑¿Estáis seguro? ¿Cómo lo habéis descubierto?
‑No tengo pruebas, Hugo. Pero tengo la más absoluta cer­teza de ello. Mira lo que está ocurriendo en Inglaterra.
‑Y bien, ¿qué podemos hacer, querido amigo?
‑Yo debo ir a Tierra Santa a poner los hechos en conoci­miento del rey. Así lo decidimos Edward Fitzwalter y yo si a alguno de nosotros le sucedía algo.
‑Entonces, ¿para qué me necesitáis?
‑Preciso fletar un barco a ir acompañado de un grupo de soldados. En este momento no tengo el dinero necesario. Para eso he venido a veros, para que me prestéis, si podéis, ese dinero.
‑Ahora mismo no dispongo de la cantidad que necesitáis. Tendría que pedirlo yo y cobraros los intereses correspon­dientes.
‑No importa, Hugo. Hagámoslo como decís. No estoy en condiciones de poder elegir ni de poder esperar.
‑Mañana tendréis el dinero, Richard. Ahora, tomemos una copa de vino y brindemos por vuestro viaje.
‑Gracias, amigo. Necesito aún pediros otro favor, quizá más importante que el anterior. Como sabéis tengo una hija. Deseo que, durante el tiempo que yo esté fuera, ella permanezca en un convento y vos seáis su tutor.
‑Os agradezco la confianza que depositáis en mí, Richard. Seré un verdadero padre para vuestra hija mientras estéis ausente.
‑Por supuesto que os dejaré el poder legal correspondiente y os compensaré por las molestias que todo esto os cause.
Unos días después, tras firmar todos los documentos, Richard At Lea se hacía a la mar con el barco y la tripulación proporcionados por Hugo de Reinault.
Nada más zarpar Richard At Lea, Hugo se dirigió al palacio de Juan sin Tierra. Allí le esperaba el nutrido grupo de caballe­ros adeptos al príncipe y el propio príncipe en persona.
De Reinault contó a sus amigos lo ocurrido con At Lea.
‑Pero... ¿le habéis dejado partir a Tierra Santa? ‑preguntó con indignación y la voz temblorosa el príncipe Juan.
‑Tranquilo, señor. Los hombres que lo acompañan llevan órdenes muy claras. Si no me fallan los cálculos, a estas horas ya se habrán amotinado contra el conde de Sulrey, y estarán de vuelta dentro de muy poco en el puerto del que salieron. De ahí, el conde pasará a la más oscura mazmorra de mi castillo.
‑Sois muy listo, Hugo ‑afirmaron todos.
‑Pero hay más, señores. Tengo documentos legales firma­dos de puño y letra por Richard At Lea por los que sus bienes pasarán a mis manos y, como tutor de su hija, también me per­tenecerán los de ella. Así, no sólo me he deshecho de un ene­migo de vos, príncipe, sino que además nos repartiremos la apreciable fortuna de los At Lea.
La reunión acabó con aplausos dirigidos al astuto Hugo de Rei­nauf y con un brindis dedicado al talento y la sagacidad del noble.

Pocos días después, tal y como había previsto el traidor sajón, Richard At Lea era llevado ante él.
‑Hugo, ha sido una terrible experiencia. Los soldados se amotinaron . . .
‑¿Quién sois? ‑interrumpió bruscamente Hugo de Reinault a Richard, que presentaba un aspecto lamentable.
‑¿No me reconocéis, Hugo? Soy Richard At Lea, vuestro amigo:
‑¡Imposible! Richard At Lea salió hace unos días hacia Tierra Santa. Yo mismo le proporcioné el barco y la tripulación. Vos debéis de ser un impostor. ¡Guardias, encerradle!
En ese mismo momento, Richard At Lea comprendió que había sido víctima de un engaño; más que eso, de una terrible traición.
A quien había considerado un amigo no era más que un traidor, un vendido a la causa de Juan sin Tierra.
Pero ahora, su triste realidad es que estaba en manos de un hombre sin escrúpulos. Pero no sólo él, sino también su queri­da hija y todos sus bienes.
Richard At Lea lloró amargamente en su celda. Un triste Ilanto derramado por quien se sentía el ser más infeliz y solo de la Tierra. Nunca unas lágrimas habían sido muestra de un dolor tan hondo, de una desesperación tan profunda.

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